Esta mañana, una manifestación de signo españolista ha recorrido las calles de Barcelona exigiendo que se deje de enseñar lengua catalana en las escuelas catalanas. Sí, en las mismas calles de la misma Barcelona donde según quienes hoy se han manifestado está prohibido todo lo que sea español y no independentista. En las mismas calles del mismo país donde según ellos está perseguida la lengua que yo (catalán, independentista) estoy usando para escribir estas líneas y que llevo tan dentro de mí que soy incapaz de recordar si la aprendí en casa, en la escuela, en el cine, viendo la televisión, jugando en la calle o leyendo tebeos.
En estas mismas calles, decía, esta gente ha exigido hoy que las escuelas catalanas no enseñen catalán (así podía leerse en varias de sus pancartas, algunas con faltas de ortografía de las que quitan el hipo, por cierto). Y lo ha hecho como de costumbre en nombre de la convivencia y la concordia (hay que joderse). Y usando expresiones como
"Persecución lingüística" (que podía leerse en una de las pancartas que encabezaban la marcha). Es decir, según el nacionalismo español más terco y obstinado, el hecho de que la escuela catalana enseñe la lengua catalana (además de la castellana, como lleva haciendo desde siempre, faltaría más) supone una persecución de la lengua castellana.
Bien, vamos a ver qué significa realmente perseguir una lengua. Mi madre estudió en una escuela de un pueblo catalán en un momento, en pleno franquismo, en el que la lengua catalana estaba prohibida a todos los efectos más allá del ámbito doméstico. Era una escuela de monjas, a algunas de las cuales yo mismo llegaría a conocer décadas más tarde y puedo afirmar que eran más catalanistas (que no necesariamente independentistas) de lo que yo he sido o llegaré a ser jamás. Pero cuando mi madre estudiaba en esa misma escuela, cuando estas mismas monjas la escuchaban, a ella o a cualquiera de sus compañeras, hablar en catalán, le soltaban en un perfecto castellano una bronca de proporciones épicas que solía empezar o terminar con una expresión,
"Niña, habla bien", que la pobre mujer lleva todavía incrustada en su interior y que por desgracia arrastrará hasta el fin de sus días.
Sí, las mismas monjas a las que yo conocería décadas más tarde como encantadoras y entrañables 'tietes', se dedicaron en su momento a educar a golpe y porrazo de
"Niña, habla bien". Y no lo hicieron necesariamente por convicción, sino porque les gustara o no su función en aquel momento era la de educar a sus alumnas según el orden y la ley vigentes (¿les suena esto último?). Huelga decir que la escuela donde estudió mi madre no era muy diferente de la de mi padre, que directamente se libró del
"Niño, habla bien" de turno porque rápidamente entendió que el catalán se hablaba en casa y solamente en casa.
Bien, cuento todo esto para dar una mínima idea de lo que es perseguir una lengua. De lo que ha llegado a vivir alguna gente cuya lengua efectivamente ha sido perseguida y que a día de hoy tiene que lidiar con una panda de fascistas llenando de mentiras las calles de Barcelona un domingo por la mañana. Y sí, he dicho fascistas y lo diré las veces que haga falta porque así es como los veo. Porque ellos pueden llamarme nazi, terrorista, etarra, golpista y quién sabe cuántas cosas más por mi forma de pensar y por las ideas que defiendo, pero luego les llamo yo fachas y me salen con que soy un ignorante que no sabe lo que es el fascismo. Ellos, que un día te cuentan no sé qué historias de un bilingüismo del que afirman estar orgullosos pero que jamás han practicado ni practicarán porque les parece provinciano expresarse en cualquier idioma que no sea el suyo, y al otro exigen que una lengua sea censurada en las aulas.
Estos últimos días hemos observado un gran revuelo alrededor de unas declaraciones del President Quim Torra que equiparaban el proceso independentista con la lucha por los derechos civiles en Estados Unidos. Más allá de no poder suscribir las palabras de Torra (el proceso independentista catalán no es la lucha por los derechos civiles del mismo modo que la oposición al Apartheid no era el Mayo del 68 ni la persecución de los rohingyas en Birmania es el Holocausto: en cada caso hablamos de circunstancias y tiempos distintos pero también de injusticias en mayor o menor grado), tampoco me atrevo a tacharlas de hipócritas y mucho menos en un contexto donde hemos podido escuchar exabruptos mucho más desafortunados tanto en un sentido como en el otro.
Que de dicho revuelo se alimente la derecha españolista de corte más populista y carroñero, representada en estos momentos por Ciudadanos e incluso el Partido Popular, no me sorprende en absoluto e incluso lo contemplo dentro de la lógica de sus estrategias presentes. Lo que sí me preocupa, y mucho, es que también lo use en su propio beneficio esta supuesta izquierda que a conveniencia se autodenomina equidistante, la que es capaz de distorsionar la memoria de la Guerra Civil y el franquismo equiparando víctimas con verdugos, a la que le falta tiempo para corregir a un independentista cuando habla de fascismo o pronuncia el nombre de Luther King en vano, pero mantiene la boca cerrada cuando el españolismo más cavernícola toma las calles de Barcelona hablando de persecución lingüística al mismo tiempo que exige la censura de una lengua en la escuela pública.
Llegados a este punto, pueden decirme ustedes que defender la unidad de España no es equivalente a ser un fascista. Y yo les voy a dar la razón porque esos a quienes yo llamo fascistas no son simples defensores de una estructura política y territorial, sino auténticos pirómanos ejecutores de los más bajos instintos del ultranacionalismo más aberrante. Pero por la misma regla de tres, les voy a pedir que empecemos a plantearnos si el ser o llamarse de izquierdas sigue siendo sinónimo de ser progresista o si el progresismo consiste (o debería consistir) en algo más que un posicionamiento táctico en el tablero político.