Meredith Haaf. |
La ira no es lo nuestro. Esto se debe en parte a que muchos de nosotros creemos que todo el mundo recibe ya lo que le corresponde. No en vano, a los nacidos después de 1980 se les considera “pragmáticos”: han aprendido que el pensamiento que aspire a ser valioso siempre debe ser constructivo, orientado a objetivos y productivo; es decir, lo opuesto a la ira. Lo que para los católicos es la Santísima Trinidad, para los miembros de mi generación vendría a ser el poder del mercado, la comunicación y la optimización de uno mismo. La mayor parte de los integrantes de mi generación ha interiorizado de tal forma el dogma según el cual no hay alternativa –ni a la economía de libre mercado, ni al sistema político, ni a un currículo socialmente reconocido y asegurado económicamente- que no podría rebatirlo, ni aunque quisiera.
Creemos que la competencia es buena y la comunicación, sagrada, y que siempre hay que trabajar en uno mismo. ¿”Destruid lo que os destruye”? Preferimos intentar mejorarnos a nosotros mismos. En mi generación impera la creencia de que los privilegios existen para ser utilizados, no para ser distribuidos equitativamente. Sin duda, esta máxima puede expresarse mediante actividades altruistas –un voluntariado social de un año, la participación en las actividades de una organización no gubernamental-, siempre que uno pueda permitírselo y que contribuya también al currículo y a la “acumulación de experiencia”.
2010 fue elegido de forma unánime por los medios de comunicación como el año de la protesta, y es posible que dentro de dos decenios tenga la misma importancia icónica que el año 1968 en la actualidad. Pero en honor a la verdad, la gran mayoría de mis coetáneos deberá decir que no estuvo allí. Estaba en Facebook. O de fiesta. O estudiando para un examen. O trabajando como becario.
En líneas generales, la nuestra es una generación de personas ambiciosas, debido tanto a la cantidad de expectativas que se depositan en nosotros como a que somos los últimos en querer defraudarlas. Que somos flexibles y nos interesa rendir adecuadamente, se dice a modo de elogio. Pero ¿qué sugiere una descripción como ésa, más allá de que, aparentemente, muchos sentimos pánico a fracasar si no nos atenemos a las reglas sociales en materia de currículo y de empleo del tiempo? Bajo nuestra flexibilidad no subyace ningún valor, ningún objetivo, ninguna idea, de forma que estos atributos están completamente vacíos.
El pragmatismo de mi generación, del que tanto se habla, en realidad sólo es un eufemismo para referirse a su falta de solidaridad.
La palabra “oportunismo” no ocupa ningún sitio en el vocabulario de mi generación. Nosotros nos referimos a ello como “adaptarse a la situación”, ser flexible, cooperar. Uno ya no puede permitirse tanto hoy en día. Los tiempos se han vuelto más duros, los competidores son más numerosos; las posibilidades, peores. A pesar de ser contrarios a la energía nuclear, nos postulamos para ocupar un puesto como becarios en algún gigante energético, aunque sepamos que éste extrae su energía de centrales nucleares: algo podremos aprender allí de todas formas, y el salario inicial es mejor que en una organización no gubernamental. Nos reímos de los chistes homofóbicos que cuentan los compañeros de trabajo de mayor edad aunque varios de nuestros amigos son homosexuales: tampoco hay que tomarse las cosas tan a la tremenda, y además, iniciar una discusión nos llevaría demasiado tiempo. Mantengamos la calma. Aunque hacemos cientos de horas extraordinarias no remuneradas en la oficina, no nos quejamos a pesar de que, por esa razón, ya casi no tenemos vida privada: hay que adaptarse a los hábitos de trabajo de una industria determinada si se quiere hacer carrera en ella.
Se puede decir que mi generación está interesada en el statu quo y es una cohorte conservadora antes que revolucionaria. No quiere necesariamente que las cosas sean mejores, pero le gustaría que no empeoraran. Ésta es sin lugar a dudas la más cómoda de las formas de proceder y se debe a que mi generación no quiere tener que luchar, ya que concibe la lucha y el conflicto como cuestiones negativas y carentes de sentido, por lo que prefiere aguantar. Entre nosotros, y a modo de imagen global, no dominan los alborotadores que se enfrentan a los poderosos, sino aquellos que persiguen sus intereses pragmáticamente y la forma óptima de comercializarse a sí mismos de acuerdo con las condiciones preexistentes.
Mi generación ha adoptado completamente el mandato de ser flexibles que preside nuestros tiempos: no sólo estamos dispuestos a convertir nuestros afectos en relaciones a distancia si el mercado laboral así lo exige; no sólo estamos para el mil veces repetido “ya nadie trabaja toda la vida en la misma empresa”: también estamos dispuestos a adecuar nuestras posturas y nuestra situación a él. Nuestra época pertenece a los pragmáticos preparados para rendir en su trabajo y no a los alborotadores, a los testarudos y a los doctrinarios, eso es lo que nos han enseñado. Por ello, uno debe tener tan pocos principios como le sea posible.
Mi generación se encuentra en una situación paradójica, ya que, por un lado, durante la infancia ha disfrutado de un bienestar económico muy superior al de cualquier generación que la haya precedido –y esto independientemente de su franja de ingresos- pero, por otro, tiene, en comparación con las generaciones precedentes, unas peores oportunidades de conservar siquiera ese bienestar. (...) Apenas unos pocos de nosotros conseguiremos vivir por encima del nivel de vida de nuestros padres; sin embargo, muchos hemos crecido con una seguridad económica que nos ha hecho personas extremadamente exigentes desde el punto de vista material, aún cuando, sin ayuda externa, no seríamos capaces de satisfacer tales exigencias. A menudo, y en las condiciones actuales, nunca llegamos a serlo.
Esta cultura de lo hipster es, en última instancia, la expresión de una concepción de uno mismo que dice que sí enfáticamente al papel de simples consumidores que se nos ha destinado. Su hedonismo no es más que una parte lógica del beneficio que impera en la sociedad en general, y su ironía no es fría ni distante, sino helada y alienante. Esto puede observarse incluso en las drogas que tomamos: sustancias cuya finalidad es mejorar el rendimiento como el Ritalin, el éxtasis y la cocaína, en lugar de drogas escapistas como el cannabis, el LSD o la heroína.
En mi generación, simplemente no existe nada parecido a un deseo ampliamente extendido o por lo menos articulado enérgicamente de contribuir a una sociedad distinta o mejor. Es cierto que una pequeña minoría a la que pertenezco desea tener menos, vivir de otra manera, organizarnos de otro modo, pero esto requeriría un pensamiento que va más allá de los intereses privados e individuales, y nosotros no podemos pensar de esa manera. Por el contrario, a la mayoría le parecería bien que las cosas siguieran como están si a cambio no empeoran.
I el més fotut de tot plegat és que té raó...
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