dimarts, 13 d’agost del 2013

Javier López Menacho - Yo, precario (2013)

"Lo primero que tienes que hacer es quedarte en calzoncillos. La coordinadora siempre está presente, así que a partir de ahora será nuestro ritual. Nosotros nos bajamos los pantalones, ella permanece de pie". Les tres primeres frases de "Yo, precario" (2013) no només defineixen metafòricament la totalitat de l'obra, sinó també la realitat d'una generació -la dels que ens acostem o tot just sobrepassem els 30- que es debat constantment entre la precarietat laboral i l'atur. Javier López Menacho (Jerez de la Frontera, 1982) explica al seu debut literari la seva pròpia experiència com a treballador precari. Una acumulació de contractes que dinamitarien la moral de qualsevol ésser humà i sous que amb prou feina permeten arribar a final de mes. I una persona amb estudis universitaris que es veu obligada a fer de mascota d'una coneguda marca de xocolatines per a poder pagar el lloguer del pis. Una lectura ràpida i una mirada molt profunda al dia a dia d'una generació enganyada i estafada. Impagable també la coberta, obra del sempre oportú Miguel Brieva. En primer terme, el treballador precari amb la dignitat tapada per una disfressa d'snack. Al fons, l'apocalíptica ressaca de la bombolla immobiliària -i de tot un sistema que, s'ha demostrat, no funciona-. A l'esquerra, la bandera de torn amb què l'Espanya de pandereta pretén tapar-se les misèries quan s'imposa la realitat. I a la dreta un televisor, amic inseparable del ciutadà espanyol mitjà, on es visualitza -com no podia ser de cap altra manera- un partit de futbol. Més clar, l'aigua.




“¿Por qué había yo de estar avergonzado? ¿Era por el hecho de ponerme un disfraz? ¿Por hacer algo que a la mayoría de mortales les daría pudor? ¿Era porque mucha gente considera indigno este tipo de oficio o se trataba de una cuestión psicoanalítica que yo no era capaz de descifrar? ¿O, simplemente, me daba vergüenza mi falta de alternativas laborales? Me dije que nunca más me iba a avergonzar, y que lo que estaba haciendo era motivo de orgullo. No sólo hago lo que considero necesario para subsistir, sino que de verdad le veo a mi trabajo muchos aspectos positivos. Quizás no tantos como se pudiera encontrar, y seguro que le encuentro muchos más de los que pudiera ver la gente (aún resuenan en mi cabeza las palabras de quienes me han dado a entender que ser mascota era poco más que hacer un ridículo espantoso), pero en serio que se los veo. Estoy aprendiendo los límites del mercado laboral, la degradación de la dignidad humana alrededor de la idea de que para vivir hay que trabajar.

Tengo casi treinta años y siento que me han robado la esencia. Tiene que ver con el trabajo. En algún momento interioricé que sólo es hombre quien trabaja y puede hacerse cargo de sí mismo. Yo no tengo trabajo estable y ni siquiera he aprendido a cuidar de mí. Mi único activo es no poseer nada. No tengo hipoteca, no tengo familiares a mi cargo, no tengo coche, no tengo piso, no tengo trabajo”.

“Lo peor es la minusvalía moral que te provoca. Ya no el paro en sí, sino el sentirte parado. Sientes que el mundo lo habita una raza de superhombres que tienen trabajo, unos tipos polifacéticos y formados, a años luz de evolución. En ese mundo se puede cenar y tomar tres cervezas y luego un cubata, y después comprar un kebab de vuelta a casa y seguir viviendo de la misma manera. Un ciclo de satisfacción del que tú sólo conoces media parte. Esa otra gente vive en el mundo del desayuno fuera de casa. El mundo donde el partido de pádel del jueves está en la primera posición de las preocupaciones. El mundo donde un compañero de trabajo te cae mal. El mundo donde es normal viajar a conocer otros lugares, el mundo de las vacaciones, del puente o de los fines de semana. El mundo tal y como debería ser”.


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