Ahora que tanto se habla de delitos de rebelión, quizás convenga recordar que la única rebelión que se ha producido en España durante el último siglo se saldó con una guerra civil, cuatro décadas de dictadura, una transición hecha prácticamente a medida y el dictador enterrado con todos los honores en un fastuoso mausoleo levantado con el sudor y la sangre de miles de prisioneros de guerra republicanos. Así sigue a día de hoy, con la connivencia del mismo gobierno que otorga subvenciones a una fundación que hace apología de aquella rebelión y todo lo que comportó. Del mismo gobierno que califica de golpistas y otras lindezas a quienes osan discrepar de su relato oficial, ya sean raperos, blogueros, tuiteros, actores, músicos, titiriteros, feministas, pensionistas, independentistas catalanes o ciudadanos de Múrcia que simplemente reclaman algo de dignidad. Del mismo gobierno que señala con el dedo a cuantos frentes haga falta con tal de no afrontar de una maldita vez la incapacidad crónica de este Estado a la hora de rendir cuentas con su propio pasado. Y me gustaría, en este sentido, compartir este artículo con un desgarrador testimonio de lo que fue la Guerra Civil española. De lo que son todas las guerras, al fin y al cabo.
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